Habría que darse cuenta que a estas alturas, en nuestra vida sedentaria, diferida y significativamente simulada que llamamos la ciudad, cualquier mapa, estudio lingüístico etnográfico o descripción de las bondades del clima marino parece cuento de una sabiduría lejana, una ficción donde los personajes tenían cuerpo y caminaban con cierta lentitud, con una sonrisa cada vez que se encontraban con alguien y eran saludados respetuosamente. No habría que sorprenderse si alguien leyera Tríptico de Cobquecura, de Andrés Gallardo, equivocadamente, con la seria devoción que inspiran los testamentos, ya que en sus primeras páginas ofrece una cartografía de la comuna en cuestión, una ofrenda inicial en décima, un capítulo cero donde un narrador ubicuo habla de una muchacha que se baña desnuda cada noche a pesar de que "en la costa de Cobquecura la pendiente es muy pronunciada, el oleaje es siempre intenso y el mar mismo, aunque límpido, es particularmente frío". Ya en los párrafos primeros se nos ofrece un inquietante sosiego, tan contradictorio para la novelística chilena como una playa que no es apta para el baño, porque sólo es "solanera y ambiental": la ilusión de un relato contado en habla llana que no sea el castellano neutral de la narrativa latinoamericana sino el chileno, esa profundidad difícilmente comunicable, el doblez de la lengua en que conversamos cada día -siguiendo la lectura de Adriana Valdés en el pórtico a este libro- y que entendemos perfectamente, aunque por escrito -diferido en esa lengua de nadie que practica la prensa, las páginas de internet, los libros que no tratan de nada- suela hacerse incomprensible y se pierda.