Los chilenos, como casi todos los pueblos jóvenes, buscan afanosamente encontrar señas de identidad reflejadas en sus defectos y virtudes. Si hurgamos en la historia advertimos que incluso para nuestros más lúcidos cronistas es un tema recurrente. Las innumerables referencias a lo que creemos que somos o quisiéramos ser aparecen como una constante en el ejercicio de la crónica, ese género que desde la conquista de América sentó las bases de nuestro imaginario.
Pero, en buena medida, son los rasgos sobresalientes, en particular los defectos, los que nos otorgan identidad. Aquellos que nos sacan del anonimato, al igual que un lunar puede individualizar un rostro. Vicente Huidobro pregonaba que hay que desarrollar los defectos porque son, acaso, lo más interesante de cada cual.
En beneficio de esos rasgos propios, Chile ha cultivado una legión de ácidos observadores, una verdadera raza de criticones, sabuesos implacables en el rastreo de los defectos nacionales.
Esta nueva edición, cuya tapa es obra del destacado humorista gráfico Alberto Montt, se ha propuesto seguir a algunos de estos buceadores del alma nacional y, con sus ojos y olfato, recorrer ciertos tics del chileno. La sensibilidad, la intuición, las secretas simpatías o fobias, dan a veces certeras metáforas que permiten penetrar en los arcanos del carácter nacional mejor que tantas sesudas definiciones. La superposición de todas estas voces conforman un auténtico retrato coral de nuestro carácter en la pluma de nuestros grandes cronistas: