Escribir es siempre volver a leer; la lectura es siempre una reescritura, un testamento hecho de palabras y en el que estamos en juego el universo y nosotros. El sentido de las cosas está irremediablemente perdido en las honduras de la textualidad, en ese misterio inefable que supone fundar al mundo desde los signos. Cuando hemos llegado a la convicción de que escribir y leer son fundamentalmente lo mismo, cae el último velo de la metafísica y empezamos a comprender que el único absoluto es la escritura, la imposibilidad de situarse fuera de ella. No hay entonces metáfora viable, porque la propia separación que la distingue de la literalidad, cae también con todo lo demás. Así, develar los implícitos que rondan el lenguaje, no claudicar frente a las trampas de lo explícito, es también un auto de fe. Llegar hasta las fronteras de lo nodicho, violar las razones de lo indecible, es lo único que puede permitir observarnos verdaderamente desnudos, expuestos a los ecos interminables de nuestra propia sin-razón. Con ese fin improbable, la desconstrucción mueve sus piezas como un procedimiento de lectura más, uno donde ya no es posible ocultar las huellas que van abriendo el camino y que son, al final, la única y paradójica presencia dejada en el firmamento.