Las revoluciones del siglo XX en América Latina (Mexicana en 1911, Boliviana en 1952, Cubana en 1959 y Sandinista en 1979), confirman lo que nos han enseñado las veinte revoluciones triunfantes en el mundo, desde la Revolución Rusa de 1917: que los pueblos, los trabajadores y campesinos pueden derrotar a las clases dominantes y al imperialismo. A lo largo de los últimos cien años se han producido revoluciones cada cinco o seis años, si contamos apenas las que llegaron al poder y se consolidaron. Si sumáramos además las que fracasaron en ese empeño, probablemente habría que duplicar la cifra total. En todo caso, comprobar que los pueblos pueden vencer, debe llenarnos de esperanza en estas horas de ofensivas de las derechas y retrocesos de las izquierdas.
Como ha señalado en varias oportunidades el sociólogo Immanuel Wallerstein, las revoluciones han seguido una estrategia en dos pasos: primero tomar el poder y luego transformar la sociedad. Este segundo paso siempre ha mostrado mayores dificultades que el primero, al punto que tres revoluciones en nuestro continente se puede decir que estallaron desde dentro, por diversos motivos.
Una dificultad mayor radica en que las revoluciones han sido hijas de las guerras. Cuando triunfan, por lo tanto, se instala en el poder un grupo dispuesto de forma jerárquica, integrado por hombres blancos ilustrados. Esa disposición del nuevo poder, imprescindible para ganar la guerra a las clases dominantes y al imperialismo/colonialismo, es un obstáculo para avanzar en el sentido de una sociedad más igualitaria.