Un niño marcado por el estigma de la discriminación social en un país que en campeonatos de clasismo ha dado varias veces la vuelta olímpica. Hijo de una empleada doméstica y de un padre que nunca conoció; a medias integrado a la familia de patrones que lo acoge y rechaza al mismo tiempo; a medias beneficiado por una educación en que se le pide que rinda, pero que lo excluye de los cumpleaños de sus compañeros. Violado en plena inocencia por un vecino y agredido por la matriarca de aquella familia cuando quiere denunciar esa violación. Víctima de una conspiración de su propia familia de adopción para retenerlo en Chile en tiempos de dictadura. Una sucia trampa lo somete a dos años de servicio militar, con tortura y fracturas incluidas. Hijo de la escasez, cada regalo fue en su infancia el anticipo de una abundancia del alma que más tarde sería pan de cada día.
De lo bueno mucho de Francisco Llancaqueo es el caso de una autobiografía plenamente lograda. Augura una lectura sin pausa y sin prisa, que se disfruta, y también, a ratos, se sufre. Y promete —o descubre— filones de plenitud en las canteras de la existencia: en su peculiar manera, el autor va redimiendo el dolor que en su camino le tocó enfrentar o padecer. Sin negar lo acontecido, lo expone con valentía a los ojos del público, y a la vez lo reabsorbe en un desborde de vida que siempre mira hacia delante.
El testimonio de Francisco Llancaqueo es suyo, pero es de todos la promesa de felicidad. El arte de contarse ante los otros es poner esta promesa en escena, hacerla brotar en los avatares nuestros de cada día